Historias que no llevan a ningún lado: Silva

Silva

Silva era un señor del barrio. Del barrio donde yo nací, y crecí. Era un señor de esos que uno no termina de enteder cuando es chico, No sé de qué trabajaba, ni sé quién era realmente. Nunca supe.

En principio, era un cliente y amigo de mi viejo (eran tiempos en los que uno podía decirle amigo al que no era amigo, pero era un conocido de mucho tiempo, que a uno le caía bien). Vivía hacia la otra esquina, en una casa que no era más que una puerta maciza, de modo que no podía uno tener ninguna idea de lo que había detrás, todo era pared y puerta. Mi viejo seguro conocía atrás, pero yo no.

Después, cuando fui un poquito más grande, y siendo que yo estaba todas las mañanas de prácticamente todos los días en el puesto (de diarios) de mi viejo, empecé a notar que Silva estaba bastante en el bar, sobre todo por las mañanas (o más bien, por las mañanas: yo no estaba en el puesto en otros momentos). Mi viejo tenía la "oficina" en el bar, que estaba justo enfrente del puesto, de modo que la mañana pasaba ahí, principalmente, leyendo y mirando por la ventana. En esa esquina paraban muchos colectivos, y había mucho para leer si uno no quería leer, o si, literalmente, ya había leído todo, la Para Tí incluída.

Silva estaba mucho a la mañana. No ocupaba ninguna mesa, sino que se acodaba en la barra, y hablaba con Visco, el mozo, y los señores de la barra. Había también, en gral, varios tacheros, pero Silva, si bien tenía algún tipo de itneracción, no la iba mucho con los tacheros. Se ocupaba de lo suyo, que en gran medida era simplemente estar ahí, cruzar palabra con Visco, con Manolo, y con el bachero que además hacía café y quehaceres, de quien, es obvio, no voy a recordar el nombre.

Silva, a sus cuarenta y largos, quién sabe si no cincuenta incluso, vivía con sus padres. Cuando uno es chico las edades se perciben distinto, y tantas otras cosas también. Pero Silva vivía con sus padres, esto yo lo sé porque mi viejo me lo contó, y yo calculo que si mi viejo me lo contó, ha de haber sido porque, después de todo, era voz populi en el barrio.

No recuerdo de qué trabajaba, no sé siquiera si trabajaba, porque uno se hace a esa idea de que si uno vive con los padres, pues entonces no tiene que trabajar. Y sea esta teoría cierta o no, lo cierto es que Silva pasaba las mañanas, muchas de sus mañanas, acodado en la barra del Universal, aquel clásico que acunó infancias (y otras cosas). De modo que uno se siente propenso a pensar que no trabajaba, o que tenía un trabajo que no sólo le permitía no trabajar por las mañanas, sino además le permitía no necesitar esas mañanas para dormir, como hacen quienes tranajan por la noche, y duermen parte del día.

Todo lo que puede sonar todo lo obvio que uno quiera ahora, no era nada de eso para mí en su momento. De modo que no me sorprende que no les sorprenda saber que por las mañanas Silva empinaba el codo vaciando en el gargero vaso tras vaso de vino, en general blanco. A mí, sin embargo, me sorprendió en su momento.

Este día en particular, al que quiero referirme particularmente, no ha de haber tenido nada demasiado rutilante en sí mismo. No lo sé, pero estimo que ha de haber sido un día normal, sin sobresaltos, en el que Silva fue al bar por la mañana, cerca del mediodía, como de costumbre, con sus anteojos de marco fino y cristales con aumento y tono ámbar y su cara enrojecida, y se acercó a la barra, y saludó, y pidió lo de siempre, o algo similar.

Después, aparentemente, según ha podido conjeturarse, Silva volvió a casa, saludó a desgano a sus padres, que ancianos ya prestaron poca atención al asunto, y se encerró en su habitación, cual adolescente, con la única excepción de que Silva ya no era ningún adolescente.

Una vez allí —pero esto son todas conjeturas— y con la vista nublada de blanco barato de barra de bar de barrio rebuscó en el fondo del cajón aquel, y mientras tanto pensaba en sus padres, que tanto lo habían querido y que hasta sus últimos días habían estado a su lado; y que a su vez le habían hecho la vida tan complicada y miserable, y que sin maldad lo habían indudido más de lo que ellos mismos podían saber o admitir. Y entonces revisó los detalles, y miró varias cosas por un tiempo, a veces mucho en poco, a veces poco en mucho, pero siempre repasando todo, y entonces subió a la terraza.

Y después ya no se sabe nada, ni siquiera conjeturas, porque la gente no ha ido tan lejos como para intentar pensar qué pensaba Silva ese mediodía en esa terraza, después de haber tomado unos vinitos y haberse encerrado en su habitación y buscado en su cajón hondo de abajo del escritorio, y haber subido a la terraza un día como ese que si bien no hacía frío, tampoco era un día para estar en la terraza; pero lo que si saben es que fue varias horas después que los padres, ancianos como eran, pudieron llegar a la conclusión, a la posible conclusión, de que Silva podía estar en la terraza.

Y quiso Dios, o alguien así, que la artrosis y las complicaciones en las piernas no los dejaran subir, y tuvieran que llamar a un vecino que —pobre— con toda la buena voluntad del mundo dijo que sí, que cómo no, y subió a la terraza, a la cuál se subía por medio de una esclaera caracol que, para ser sinceros, no estaba en el mejor estado, y se encontró que Silva, después de tanto, había decidido volarse los sesos con la Beretta que durante tantos años, quién sabe por qué o para qué, había guardado en el cajón, en el fondo.