Historias que no llevan a ningún lado: Habiendo escaleras...

Habiendo escaleras...

Esquivé la muchedumbre que no era nada comparada con la de las seis de la tarde, y entré al profesorado. Subí al primero a esperar el acensar, pero había cola. Mejor escaleras. 

A medio camino entre el primero y el segundo, gritos. Nada raro en el profesorado. Pero estos eran medio raros. Presté atención, y para hacerlo mejor, incluso me paré. Paré la oreja, también. Policía. ¡Policía!, gritaba alguien afuera. Me acerqué a la ventana. Inés lo había escuchado también, y vino conmigo. No se veía bien, pero se veía gente en la calle, formando algún tipo de círculo. Yo subí un piso más, y miré de nuevo. 

¿Se ve algo?, preguntó Inés desde el segundo. 

Poco –dije– pero hay un tipo en el piso. Ella subió al trote. Miró. No parece de accidente, dijo. Y siendo que ella ve mejor que yo, le creí sin más. No, dije. Quiero ver, dijo. Y vamos, dije. Y fuimos. 

Abajo había un tumulto de gente no muy grande, y un tipo tirado en el piso, sobre el cual había dos tipos, o uno y medio, y algunos más alrededor. Uno era policía, y el otro estaba vestido de negro, tal vez también era policía (la actitud parecía indicar eso, y estaba ayudando a esposarlo). Hubo alguna expresión indescriptible de júbilo en la gente cuando estuvo esposado por la espalda, boca abajo. No fue una expresión de vivas ni de bravos, más bien un alivio en el aire. Yo me iba acercando cada vez más. 

El tipo había estado hasta ahora en la calle, cortando un carril, así que entre los dos (un policía de chaleco naranja había llegado ya, pero se mantenía a distancia) lo subieron a la vereda. Un muchacho alto, de negro, con una gorra negra que en amarillo ostentaba CEPD miraba de cerca. Yo estaba ahí, cerquita, también. 

¡Pará, no le pegues, loco!, dijo de pronto el señor alto. 

Tomatelá, flaco, dijo el policía. 

Pero no le pegues, cómo lo vas a patear!, insistió el flaco. 

Flaco, tomatelá; se ve que a vos no te robaron, si te roban a vos no vas a estar tan preocupado, dijo el policía sin dejar la tarea de terminar de acomodar o controlar al reo. 

¡Pero por qué lo pateás, no ves que está esposado, salame! dijo el de gorrita, ya un tanto envalentonado. 

No lo pateé, pelotudo, tomatelá de acá, tarado... A vos no te afanaron, salame. A EL lo afanaron, dijo señalando a un tipo en el cual no había reparado antes, un pobre tipo con cara de shock que no había dicho una palabra, o si lo había hecho, había sido en voz muy baja. ¿Querés ayudar?, insistió el policía, ya avanzando, después de haber terminado con el tipo en el suelo. Ayudalo a EL, a EL lo afanaron. Tomatelá, pelotudo... 

A los dichos del flaco, la gente alrededor respondió, en general, con citas del tipo "Un tiro en la cabeza hay que pegarle a estos" o "Hay que romperles todos los huesos a mierdas como estos". Aproveché para preguntarle a un viejo con uniforme celeste, a ver qué sabía. 

El tipo había choreado un kiosco, intentado encerrar al tipo en el baño, y salido pitando. El tipo lo había corrido, y justo cuando el loco quería entrar al profesorado, lo habían agarrado. 

El policía acomodó la bicicleta –era uno de esos bici-policías– y le empezó a revisar los bolsillos al chorro. A cada movimiento del cana, el reo gritaba, pedía piedad con una ternura, con un sufrimiento del alma, que de no haber visto la situación habría conmovido al corazón más duro. Aia, decía, y pará, y por favor, y me duele. Para ser sincero, yo no vi que le hubiera hecho el menor daño (tanto como, pese a haber estado cerca, no había visto ninguna patada; que por otro lado bien podía haber existido). 

Vení, si estás tan preocupado, salí de testigo, dijo un cana. Tomale los datos al muchacho, dijo, señalando al flaco. No, pará, si yo no vi nada, dijo el flaco, nada más vi que le pegabas. ¿Ah, nada más eso viste? Bueno, salís de testigo, y decís que yo le pegué, dale. Tomale los datos, le insistió al otro cana. No, bueno, nosequé, dijo el flaco. 

Alguien dijo algo que no escuché. Es que ya nos conocemos, dijo el cana de la bici, no es la primera vez, ¿no?, le preguntó al chorro. El loco no contestó. Ya nos vimos varias veces, ¿no?, insistió. Misma reacción. Igual no te sorprenda que dentro de cinco minutos salga y lo veas choreando de nuevo, dijo el cana con bronca. 

El flaco sacó el celular y llamó a alguien. Yo seguía dando vueltas buscando el mejor lugar, a medida que la gente se movía y me iba tapando las porciones de la escena. Inés se había quedado más atrás. 

Hola..----? Sí, ---- de la Corriente... No escuché el resto, porque iba rodeando la escena. 

... y me piden los datos, y yo lo único que vi es que le pegaban, y ahora no sé si tengo que darle los datos al policía o no... No escuché más. 

En el medio llegaron más canas, y el más petiso dijo que iba a acompañarlo al tipo al kiosco, porque había dejado sin llave, y tenía que volver, y aprovechaba y le tomaba los datos. Se fueron los dos, apurados. 

Para sacarle la mochila al reo le tenían que sacar las esposas, al menos de una mano. Para cada toque, cada movimiento, un grito desgarrador del loco. Cordero degollado, diría mi abuela. Pará, loco, me duele, por favor..! Esposame adelante, yo no me voy a resistir, por favor! No se puede, dijo el cana. Pero cómo no se puede, sí que se puede, me vas a lastimar, pá! Mirá el codo, me vas a lastimar mal, posta, pá, dale! Me duele! ¡Para chorear no te dolía, ¿no?! ¡PARA SALIR A CHOREAR NO TE DOLIA, ¿NO?!, dijo el cana de la bici, agarrando la mochila, realmente esperando una respuesta que nunca llegó. La cara del flaco con cada quejido era propia de la víctima más inocente del mundo, pero no llegaba a ser tan honesta como la del kiosquero, un minuto antes. 

La gente se empezó a dispersar, y yo no quería estar ahí solo, mirando. Justo vino Inés a decir que necesitaba ir a imprimir algo. Fuimos. Al rato volvimos. Un patrullero cruzaba la calle, seguramente llevando al chorro. En la vereda, el cana de la bici, y algunas otras personas, formaban un círculo cerrado, agachados sobre algo. Resultó ser la mochila, tal vez una carpeta, o algo por el estilo, y un fajo de billetes de todos los colores bastante abultado, más que nada en cambio chico. 

Entramos al profesorado, subimos al primero, esperamos el ascensor, y después de un minuto, cansados, enfilamos para las escaleras.

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