Historias que no llevan a ningún lado: Un cuarto de miñoncitos

Un cuarto de miñoncitos

Pega el sol sin vergüenza, pero todavía remolón. Es media mañana, como dicen las señoras en el barrio, y en esta cuadra, sobre la avenida, a media cuadra de la otra avenida, hay una paz de película. Por sobre el eco muy lejano de la ciudad, esuccho mis pasos y el roce de mis pantalones. 

Es lunes, parece domingo. Un frío cortante se cuela por entre cada rayo de sol. Mucho sol para este frío, mucho frío para este sol.

Mirando al piso, los puños apretados en los bolsillos del saco, llego a la boca de subte. Medio giro y estoy presto a bajar las escaleras. En el último escalón del primer tramo para el que baja, el primer escalón del último tramo para el que sube, un señor, tendido, echado, tirado como quien tira un abrigo en la cama. Es mayor, no tan gordo. Tiene un pulover blanco, una campera azul, abierta. Mira el mundo sin comprender. Mira al cielo, o a ningún lado. A su lado, arrodillado en el descanso, un policía. Lo toma dle brazo, lo mira, no parece hablarle. Tal vez le haya hablado ya, tal vez el señor no responda. Del otro lado, dos escalones más abajo, un muchacho de barba, con un celular en la oreja, con la mirada en lontananza. Está consciente, sí, dice, con cierta duda, no como si dudara del hecho, sino más bien de la utilidad, de que signifique, después de todo, alguna diferencia. Al costado del policía, dos escalones más arriba que el muchacho de barba, una bolsa de nylon blanca. Dos miñoncitos adentro, cinco o seis afuera.

Con culpa y en silencio sorteo la escena, y sigo bajando, y cuatro estaciones después todavía sigo pensando qué absurda y tonta es la vida, y todos nosotros.

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