Eran los noventas, y todos tenían mucho dinero. O si no lo tenían, al menos tenían la posibilidad de gastarlo. Pero yo no, yo no tenía ni el dinero, ni la capacidad de crédito tan de moda en esa época.
Trabajaba de cadete en una empresa de gran porte. Era, básicamente, la base de esa pirámide que sostenía a algunos otros. El servicio estaba tercerizado, y yo trabajaba para una empresa de limpieza, pero en realidad era cadete. Ganaba lo justo, literalmente. Aunque, cuando lo pienso, también pienso que es injusto decirlo así: había gente que con ese mismo sueldo, de trescientos cincuenta pesos de la época, mantenía un hogar.
Yo vivía con mi abuela todavía, y más allá de colaborar con la comida y algún que otro gasto, podía disponer de lo poco que quedaba para las cosas que un adolescente de veinte años considera necesarias. No era que despilfarrara, pero sí quería poder salir el fin de semana, ir a recitales, de vez en cuándo comprar un disco, pagar el tabaco y el colectivo, y si quedaba algo, ahorrar par comprar quién sabe qué.
Al principio no comía (me refiero a los almuerzos). De haberlo hecho, la mitad de mi sueldo, literalmente, se habría ido en almuerzos. En esa época trabajaba en la oficina de mayordomía, y el jefe, un señor con muchas limitaciones y varias virtudes, tenía un acuerdo tácito –o no tanto- por el cual toda la oficina (unos diez tipos) comían de arriba, a condición de que estuviéramos siempre a disposición de lo que pueda necesitar el dueño o los empleados del comedor, que estaba dentro de la empresa, subsidiado por la misma. Para ser honestos, lo que ellos necesitaban era muy poco comparado con las bandejas de comida (sánguches, en el noventa por ciento de los casos) que bajaban, generosa y religiosamente, cada mediodía.
Y así comí mucho tiempo, como todos los demás ahí; porque de no haber sido así, ni yo ni los demás habríamos comido: todos ganábamos igual, y como ya dije, algunos tenían que hacer mucha más magia con esos billetes. Así, hasta que un día me ofrecieron trabajar en una oficina (algo así como el sueño de todo cadete de la empresa de limpieza que gana unos trescientos cincuenta pesos al mes, y sueña con poder un día ser empleado de la empresa de gran porte, y poder tener ese otro sueldo). Acepté, por supuesto.
No fue para mí un problema en ningún momento, pero lo cierto es que yo no almorzaba. Salía a caminar y escuchar música, mirar vidrieras, o tomar un poco de fresco o sol, según la ocasión. Se había convertido para mí en lo habitual, salvo por los días en que, un poco avergonzado, aceptaba la invitación de los antiguos compañeros para ir a comerme un sánguche con ellos. Lo cierto es que ese sánguche le correspondía ya a alguien más, y no era correcto pasar por ahí seguido.
Y así, hasta que me puse de novio con una compañera de trabajo. Ella trabajaba para el banco (en realidad, para otra empresa tercerizada, pero que se acercaba mucho más, en términos económicos, a lo que podía ser el personal de la empresa de gran porte) y tenía un sueldo que, con beneficios incluídos, triplicaba al menos el mío. Y eso sin mencionar que no era un buen sueldo, tampoco. Pero era mucho más digno, más respetable, más real, que el mío. Yo tenía que usar un uniforme, para que todos pudieran saber que trabajaba para la empresa de limpieza, y ganaba trescientos cincuenta pesos. Ella podía ir con su ropa de elección, dentro de ciertos límites, por supuesto.
Y cuando dos personas que trabajan juntas se ponen de novios, el horario de almuerzo se vuelve un oasis entre tanta computadora, cliente, y jefe enfermo. Y al principio, el amor, o esa cosa que se presenta en las primeras épocas, permite que el almuerzo en sí mismo sea cualquier cosa que deba ser, y que el tiempo pase de otra manera, y que las cosas no importen tanto. Pero con el tiempo, no tanto tampoco, se vuelve evidente la realidad: después de trabajar toda la mañana, y tener toda una tarde de trabajo por delante, el almuerzo es importante (al menos para el común de los mortales).
Era lógico, entonces, que empezáramos a, efectivamente, ir a almorzar en la hora de almuerzo (que nunca fue una hora, sino cuarenta y cinco minutos, pero que siempre todos nos encargamos de estirar en un tercio). Al principio fingí no tener hambre, o que no me importara. Después, sencillamente, debí admitir que no quería comer. Pero más luego tuve que admitir que no quería porque no me convenía, porque mi presupuesto no contemplaba los almuerzos.
Entonces, como es de esperar, porque uno supone que no podría ser de otra manera, mi novia hizo lo posible por convencerme de que podía invitarme. No era cierto. Su sueldo no daba para pagar por la comida de los dos. Y a eso debe sumársele un sentimiento intermedio entre el orgullo y el respeto: yo no podía aceptar que ella pagara mis comidas.
La solución, un poco a la larga, fue compartir la comida. Si el presupuesto alcanzaba sólo para un plato de comida, entonces lo compartiríamos. Y los compartimos. Y entonces, supongo yo, hacíamos un espectáculo un tanto extraño para los espectadores. Eramos dos que compraban un sólo plato de comida, y lo compartíamos. En general, o intentaba que comiera ella, y yo comía después. Eso, por supuesto, no funcionaba, porque ella no lo permitía, y comíamos entonces un poco cada uno.
Había días, por supuesto, en los que decídiamos comer algo más barato (aunque no tanto) dígamos unos sánguches; ahí sí comíamos ambos, cada uno lo suyo. En la mayoría de los casos, sin embargo, era un plato de comida que comía ella, y yo robaba lo que mi orgullo y respeto me permitían.}
Así estuvimos un buen tiempo, no sé si habrá sido un año o más, hasta que finalmente yo pasé a formar parte de la troupe de la empresa tercerizada que trabajaba para la empresa de gran porte, y entonces tuve un sueldo que me permitía almorzar. Y quiso nosequién que entonces, poco después de eso, a ella la echaran. Ahora que yo podía compensar tanto tiempo de abuso, el destino se interponía.
Estuvimos juntos un tiempo más, mas después de unos meses, no sé realmente cuántos, rompimos. Ella, finalmente, consiguió otro trabajo, y yo seguí trabajando un tiempo más en la empresa tercerizada, antes de dar el salto final hacia la empresa de gran porte. El sueldo, para esa época, era ya algo bastante respetable. Yo podía almorzar, y de vez en cuando, incluso, darme el lujo de invitar a alguien más a comer.
Y aunque hayan pasado muchos años, y yo haya logrado conseguir dinero para todos los almuerzos que quiera –sin que eso signifique ninguna clase de grandilocuencia, yo recuerdo todavía, conmovido, esos días en que había que ajustar el cinturón, y una persona, que no tenía por qué, se preocupó por mí, y me dio de comer….
2 comentarios:
Hermoso.
Muchas gracias.
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